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Los asientos van llenos de gente, donde hay 3 asientos normalmente se sientan 4, a veces incluso más. Viajan familias que sacan sus botellas y platos de fideos chinos por todos lados. El agua caliente la obtienen de un grifo al lado del baño. A veces guardan los recipientes vacíos, a veces los tiran al suelo, así como las pipas y papeles. De vez en cuando pasa el revisor barriendo el pasillo, recogiendo unos cuantos kilos de plástico y papel en cada vagón. También pasan con carritos vendiendo fruta, fideos o caramelos, chillando por el pasillo como si fuera un mercadillo, casi atropellando a los que duermen en el suelo. Son las 2 de la mañana, la gente que está despierta actúa como si fuera de día: uno escucha la música con los altavoces del teléfono al máximo, otros se ríen y hacen bromas sin bajar la voz. Otros se despiertan, los miran y vuelven a dormir, nadie se queja o protesta. El hombre frente a mi duerme encima de la mesa con un brazo extendido, que queda a un palmo de mi cara. Lleva así al menos 2 horas. Ahora Natàlia duerme, veremos hasta cuando. Tiene un hombre durmiendo en el suelo con la cabeza apoyada en sus pies, y un hombre de pie que le roba el poco espacio vital cada vez que se descuida. Se ha tapado las piernas con una manta porque andaban locos mirándole la falda, de esa forma tan directa y molesta, sin pestañear siquiera. Hemos sido un entretenimiento para el personal durante varias horas, sobretodo ella, pero poco a poco la gente deja de mirarnos. El hombre frente Natàlia alarga el cuello como una jirafa sin disimular para leer lo que estoy escribiendo ahora mismo. Lo miro y me mira. No hace ningún gesto, ni pestañea ni ríe ni desvía la mirada, solo mira con curiosidad qué hace un occidental rallando un libro con letras extrañas
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